No sé ustedes, pero para nosotros las fiestas de fin de año comenzaban un mes y medio antes, quizás dos.
Mi viejo compraba pollitos y los engordaba para sacrificarlos para navidad o año nuevo, según el destino que nos tocaba de anfitrión. Esos pobres plumíferos, que con mi hermano intentábamos no encariñarnos, eran verdaderos manjares en las noches navideñas.
Pero había otras rutinas, muy propias y colectivas, en una Baigorria casi pueblo, rural y urbana.
Los veranos se hacían esperar, así que en noviembre aún estaba fresco. Las tardes eran templadas y las noches ligeramente frías. Esto atrasaba el primer helado, que debía tomarse en la única heladería que había en barrio Centro, o el Pueblo, como los habitantes de Martín Fierro o San Miguel, llamábamos, y llamamos todavía, al casco histórico de la ciudad.
Volviendo a ese primer helado de la temporada, esa heladería, la 316, donde hoy hay una sucursal de Trento, era a su vez un espacio de encuentro con los pibes que cursábamos nuestra primaria en la escuela 127, o que tal vez jugábamos al fútbol en Botafogo, o quizás habíamos cruzados nuestros cuerpos terrenales en la búsqueda de alguna salvación espiritual en la parroquia San Pedro al tomar la comunión.
En sí, ese helado, esa tarde de dos gustos, chocolate y dulce de leche (costumbre que sigo sosteniendo cuatro décadas después), marcaba el inicio de días felices. De preparativos que a veces detestaba, pero hoy anhelo casi de manera urgente.
Luego del helado, venía el cierre del año lectivo, casi siempre a finales de noviembre. Y ahí nomás había que armar el arbolito. Y aquí queridos baigorrienses comienza a jugar alguien que marcó a fuego nuestra niñez: Juguetería, disquería, librería y bicicletería Scoponi, de Enrique Scoponi.
Pero para hablar de este comercio permítanme explayarme un poco.
El local de Enrique estaba en Chacabuco al 1100, donde hoy está el Centro Cultural La Colmena. Era un multirubro variopinto, con rasgos de un ramos generales un poco más moderno y mágico.
Allí estaban los discos que queríamos escuchar, los juguetes que soñábamos tener, los artículos de librería que necesitábamos para la escuela.
Enrique, tipo gentil y de voz algo media, como si fuera un cantante de tango de los 40’, junto a su esposa, Elsa, atendía con eficacia este comercio que ofrecía de todo. En la galería de ingreso estaban las bateas de los vinilos y cassette, que luego fueron reemplazadas por discos compactos. En una suerte de garaje al norte estaba la juguetería, que combinaba con la bicicletería. Y detrás de la galería estaba el local donde se cobraba y se vendían los elementos de la librería.
Lo que llamaríamos un maxikiosco era el lugar donde conseguir los adornos del arbolito navideño, los juguetes y la música para las fiestas de fin de año.
Estaban, también, las despedidas de año.
La del laburo, cuando aún la ciudad era fabril, llena de pymes y trabajadores que minaban las calles con sus bicis y pilchas de trabajo.
El esfuerzo compartido del año se disfrutaba en unas horas de alcohol y revancha. Eran momentos únicos donde perucas, bolches, radichetas y socialistas comprendían que todos tiraban para el mismo lado, porque todos eran trabajadores, los verdaderos dueños de las riquezas que los patrones disfrutaban, y disfrutan, al costo de sus vidas.
La de los vecinos. Grandes bacanales que invitaban al corte de calles, de largas mesas con una mezcla de comidas, tan similares como los comensales. Eran tiempos donde se anidaban las identidades de esa migración interna que trajo a Paganini, primero, a Baigorria después a obreros de todo el país a laburar en las empresas que se radicaron en la ciudad.
Entrerrianos, correntinos, santafesinos del norte profundo, chaqueños,. tucumanos, cordobeses, un crisol argento que generó lo que somos. Obviamente que estaban los tanos, los gallegos, los rusos, los suizos alemanes, que estaban acá desde el principio mismo del pueblo.
En esas reuniones la música era primordial. En combinados de discos, en grabadores doble caseteras, se reproducen todo tipo de géneros musicales. Y se bailaba hasta el amanecer, con la ilusión, tan simple, de que el mañana iba a ser mejor, para sus familias y los vecinos.
Era otra vida. De largas noches en la vereda. De charlas donde el destino era un poco más benévolo que los actuales. Y las fiestas de fin de año estaban marcadas por esa época donde había espacios para el diálogo colectivo, el encuentro y la alegría.
Cada tanto, en algún delirio, aún te busco Baigorria.
Recorro tus calles y trato de reencontrarme con esa ciudad que nos cobijaba, de patios llenos y esquinas benignas. Donde todo el mundo parecía caber en vos.
Aún escucho aquellos vecinos con sus tonadas y cantos regionales. Con sus costumbres y sus charlas.
Todo eso era parte de tu voz, de tus relatos.
A pesar que borde la locura, es mi deber rastrear la luz que nos encendía cada llegada del fin de año y contarlo. Una suerte de trinchera contra el olvido y el individualismo.
Eso que nos hacía felices, sin darnos cuenta.